martes, 30 de diciembre de 2025

Italia: Las palabras prohibidas por el fascismo

A través del lenguaje podemos expresar todo lo que sentimos, soñamos, deseamos, odiamos... Por eso el poder político intenta también controlar el lenguaje, porque controlando las palabras podemos influir en cómo piensan los ciudadanos.

Al menos, así pensaba el fascismo italiano en la era de Benito Mussolini, "il Duce".

Acabo de leer un libro muy interesante que dedica unas páginas a esta cuestión. Se trata de una gramática: La lingua italiana, de Maurizio Dardano y Pietro Trifone, (Bologna, Zanichelli, 1985), donde se desarrollan los contenidos clásicos de este tipo de obras (el sustantivo y sus clases, el verbo y su conjugación, los adjetivos, los adverbios, etc.) y, además, se incluyen unos insertos muy interesantes con cuestiones de sociolingüística, semántica, etimología...

En las pp. 155 y 156, los autores nos hablan de cómo el fascismo italiano prohibió unas palabras y encumbró otras: hablar no es un acto neutral, es también toma de partido, hecho lingüístico transido de ideología, un suceso enunciativo que va más allá de la enunciación.

En algunos artículos anteriores de este blog, comentamos el odio que se tiene muy frecuentemente a los extranjeros, algo que se refleja -como no podía ser de otro modo- en la lengua. Por ejemplo, se manifiesta en el desprecio por los extranjerismos (forestierismi, en italiano) y en la defensa de las llamadas actitudes puristas. Los puristas no soportan las palabras importadas y preconizan su sustitución por voces castizas, más conformes al "genio" de la lengua.

Como vemos, la influencia de las lenguas extranjeras no es de ahora: en tiempos del Duce el francés y el inglés hacían notar ya su influencia en la lengua del Dante. Así que don Benito puso en marcha su máquina de prohibir y el parlamento ítalo aprobó el 23 de diciembre de 1940 un decreto ley que vetaba el empleo de palabras extranjeras en los rótulos y letreros comerciales, previendo para los transgresores "l'arresto fino a sei mesi". ¡Nada de bromitas! ¡Con las cosas del comer... (o sea, del hablar) no se juega!

El purismo lingüístico es una actitud que viene de viejo. Ya en el siglo I a. de C. amonestaba la Rhetorica ad Herennium: "Novum verbum novitate offendet", la palabra nueva ofende por su novedad, contamina la "pureza" de la lengua. Esta actitud censora la encontramos también en Varrón, en Cicerón, en Quintiliano, y en muchísimos tratados de Retórica y Gramática de la Edad Media...

Y es que en esto del hablar ha habido siempre, como en otros campos de la vida, una muy marcada tentación de buscar la pureza, la eugenesia, la eufasia. ¡Y pobre de aquél que contradiga al censor, al académico de turno!

En Italia, uno de los puristas con más éxito fue el cardenal Pietro Bembo, quien publicó su Prose delle volgar lingua en 1525, donde ponía reparos al mismísimo Dante. Casi un siglo después, en 1612, la Accademia della Crusca publicó su Vocabolario con la intención de separar las palabras buenas de las malas, así como se separa "la farina della crusca". La Academia dejaba clara su intención en la elección de su propio nombre, en el fondo no tan distinto ni tan distante del lema de la R.A.E.: "Limpia, fija y da esplendor".

En el siglo XVIII, un italiano cabreado por el enorme caudal de étimos franceses que incorporaba el italiano por aquellos días, debido sobre todo al influjo de la Ilustración y a la propagación de las ideas jacobinas, el abate Antonio Cesari (1760-1828), propuso la vuelta al "aureo Trecento", el de Dante, Petrarca y Boccaccio, para solucionar de una vez por todas la llamada "questione linguistica". Por supuesto, para él los galicismos que infestaban su querida lengua materna no eran más que vocablos bastardos, "un bastardume di barbaro e strano linguaggio".

También con el Risorgimento (siglo XIX), se desconfiaba de los forestierismi, palabras de "mala pianta" que revelaban una "mentalità servilistica". Italia luchaba entonces por su independencia y no quería bromas con las palabras: ¿Extranjerismos? No, gracias. Hacen subir el colesterol patrio.

En 1932, el periódico La Tribuna promovió entre sus lectores un concurso que buscaba sustitutos italianos para algunas palabras extranjeras. Algunas propuestas pintorescas fueron la de transformar "bar" en "barra", "bibitario" o "bevitario". O cambiar "dancing" por "balleria" o "danzatorio". O sustituir "tabarin", cabaret o lugar nocturno, por expresiones eufemísticas como "ritrovo notturno" o peyorativas como "puttanambolo".

Llegados al fascismo itálico, la xenofobia lingüística encontró su campo de batalla en la guerra contra el pronombre de cortesía Lei, a cuya difusión en Italia había contribuido en el Cinquecento la dominación española. En 1938, quedó establecido oficialmente que se debía sustituir el Lei tradicional, que sonaba demasiado hispánico, por el "più italiano" voi.

Al grito de "Fuori il barbaro!" se modificaron terminologías y nomenclaturas, aunque la experiencia no tuvo demasiado éxito y poco queda de ella a día de hoy. Hubo, sin embargo, dos sustituciones que sí hicieron fortuna en el italiano moderno, propuestas por el lingüista Bruno Migliorini: "autista" y "regista" en lugar de las francesas "chauffeur" y "régisseur".

A Mussolini en persona le gustaba controlar las palabras que se promocionaban. En 1931, él mismo comunicó con mucha publicidad que había participado "alla vernice (inauguaración) di una mostra", usando el término "vernice" en lugar del galo "vernissage". En 1936, anotó para su secretaria: "In via XXIV Maggio vi è una trattoria bolognese che tiene visibilmente esposto un 'Menu'; dire di togliere il 'menu' e di mettere una 'lista'". ¡En vísperas de la guerra mundial y el Duce encontraba tiempo para su lucha contra los extranjerismos!

Eso sí, Mussolini no fue un purista demasiado escrupuloso. No podía evitar, por ejemplo, su gusto por el gálico "bidet". Además, difundió el galicismo "forgiare" en el sentido de "plasmare, educare": "Ho forgiato per sette anni il ferro, ora forgio le anime", dijo de manera mucho menos patriótica de lo que él mismo sospechaba, dando carta de naturaleza a uno de aquellos extranjerismos que él tanto odiaba. Seguro que algún lingüista avisado se dio cuenta del detalle. Pero, claro, no era plan de decírselo a la cara al bueno de don Benito.

Termino con una anécdota de nuestro Mussolini particular, el generalísimo Franco. Dicen que algún munícipe pelotillero tuvo la idea de erigir una estatua ecuestre al dictador. Y para darle más fuste al monumento, se le ocurrió añadirle una dedicatoria en latín en el grandioso pedestal. Así que cuando don Francisco vino a la inauguración, descubrió la placa, en la que se leía:

"Franciscus Francus Bahamontis, miles gloriosus Hispaniae"

El munícipe quería decir "Francisco Franco Bahamonde, soldado glorioso de España". El problema es que "miles gloriosus", en latín, significa "soldado fanfarrón" y es uno de los personajes-tipo que aparece con frecuencia en las comedias, por ejemplo, en las de Plauto. Es siempre un fantasmón que alardea de su valor y de su experiencia bélica, pero que, a las primeras de cambio, corre a esconderse debajo de la mesa.

La verdad, nunca he sabido si el docto autor de la dedicatoria sabía poco latín... o demasiado. Parece ser que Franco fue informado del asunto por algún asesor; dicen que le hizo gracia el error que, en aquella ocasión, se consideró involuntario y no tomó represalias. Y así, algún anónimo españolito se libró de pasar una buena temporada a la sombra.


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