Si algo he aprendido a base de leer, es a sentir. Sí, a sentir. A encontrar en cualquier palabra, en el rincón más recóndito o en la persona menos esperada la inspiración que me lleva a sentir. Y me gusta sentir, me gusta inspirarme, dejarme llevar por lo que no entiendo, dar rienda suelta a mi imaginación y dejar que mi mano se deslice sobre el lienzo que es el folio para plasmar, así, las sugerentes ideas que los sentimientos me crean.
Aunque no lo creamos, todos somos escritores de historias empezando por la más importante: la nuestra. Olvidamos muchas veces la belleza de lo simple, nuestra belleza, lo bello que es demostrar lo que escondes mediante palabras, versos, rimas, ritmos o textos. Olvidamos tanto que nos olvidamos que sentimos más de lo que nos permitimos. Piel de gallina, ojos llorosos y gente en nuestra mente que a gritos chillamos que estén con nosotros. Lo que es capaz de originar la lectura, ¿verdad? Y eso es precisamente lo que me gusta de ella. Cuando leo soy capaz de transportarme a cualquier otro sitio, me evado del mundo y soy solo yo sin mis circunstancias. Lejos de la realidad, imito ser quien quiera ser. Con el tiempo me he dado cuenta de que, además de leyendo, la única forma de ser realmente quien quiero, es escribiendo. No busco agradar cuando escribo, simplemente busco agradarme a mí, sentir y hacer sentir. Todos tenemos mucho que decir, mucho porque aún más tenemos callado. Y qué bonito es chillar en silencio.
Dejo por aquí uno de los textos que más me gustan de los que he ido escribiendo porque no, no necesito un catorce de febrero para ser capaz de decir un 'te quiero'. Y tú, estoy segura de que tampoco:
"Te escribo esto a dieciséis de te quiero de dos mil
vente con la misma ilusión y las mismas ganas que le puse a nuestro primer beso
aquel siente de junio del que fue nuestro año.
No han sido suficientes todos los besos que nos
dimos en los callejones sin salida que se hacían entre tu cama y el sillón
blanco del salón. No han sido suficientes porque aún tengo el recuerdo de ese
beso que no me diste cuando buscabas el norte en mi hemisferio. Intrépido
explorador de la cordillera de mis piernas, fiel admirador del paisaje de mi
espalda, auténtico conocedor de la depresión de mi cuello. Tú, que organizabas
expediciones a los rincones más escondidos de mi costado, que aun teniéndome al
lado día tras día te dejabas por colonizar la tierra de nadie que era mi
anatomía. Tierra de nadie a la que siempre acudías en busca de población para
tu patria. Desde aquí todo se ve mejor, no hay amanecer más bonito que este.
Créeme, te sorprendería saber la cantidad de constelaciones que llego a ver
uniendo los lunares de tu amplio cosmos. Desde ese que tienes justo en tu
hemisferio Norte, en el Este de tu complejidad, hasta el que despide al sol
cuando se esconde. Terremotos inigualables los que formas, el primer huracán
con nombre de hombre que he conocido. Vaya suerte la mía de que me haya
atrapado. Soy todavía inmigrante en tu territorio, no acabo de llegar, pero no
tengo suficientemente claro si prefiero tu lado derecho del pecho o el
izquierdo para dormir, no sé dónde poner mi hogar, si en la curvatura de tu
cuello o en el rincón de tus abrazos. No lo tengo claro, por eso voy cambiando.
Todavía me cuesta aterrizar cuando llego, esto de
no tener ley de la gravedad y hacerme volar está acabando por hacerse una
costumbre. Costumbre de tu cuerpo. Costumbre desde aquel siempre de septiembre
que te descubrí por primera vez. Que excavé en tus ruinas más antiguas haciendo
así la mitología más interesante que había en la faz de tu cuerpo que va más
allá del espacio-tiempo, más allá del horizonte de tu cuello, más allá. Mucho
más.
Y, perdona, pero has acabado haciendo de tus besos
la gastronomía típica de mi hogar todavía sin situación. Permíteme probar hasta
que, de una vez, consiga la receta. Hasta entonces, cierra la puerta, ciérrala
y permíteme entrar sólo a mi. Por favor. Sólo a mi.
Historia interesante, también, la que escribo con
mi pulso tembloroso sobre el lienzo de tu piel. Sin reyes ni reinas,
simplemente con el triunfo de tu particular amocracia tras una dura guerra de
cosquillas entre tu patria y la mía, una guerra cuya arma más poderosa es
nuestra risa nerviosa entre fase y fase.
Y con todo esto quiero decirte que a dieciséis de
te quiero de dos mil vente, todavía tengo pendiente recorrer y conocer cada
centímetro de tu piel al cien por siento."
¡Seamos la metáfora más bonita de nuestra historia!