Adimo, el padre de todos los hindúes, tuvo dos hijos y dos hijas de su mujer Procriti. El mayor era un gigante vigoroso, el menor era un pequeño jorobado, las dos niñas eran bonitas. Desde que el gigante sintió su fuerza, se acostó con sus dos hermanas y se hizo servir por el pequeño jorobado. De sus dos hermanas, una fue su cocinera; la otra, su jardinera. Cuando el gigante quería dormir, empezaba por encadenar a un árbol a su hermano pequeño el jorobado, y cuando este huía, lo alcanzaba de cuatro zancadas y le daba veinte latigazos con nervios de buey.
El jorobado se hizo sumiso y llegó a ser el mejor vasallo del mundo. El gigante, satisfecho de verlo cumplir sus deberes de vasallo, le permitió acostarse con una de sus hermanas, de la que él estaba ya cansado. Los hijos que nacieron de este matrimonio no eran del todo jorobados, pero tenían una figura bastante contrahecha. Se les educó en el temor de Dios y del gigante. Recibieron una excelente educación; se les enseñó que su tío era gigante por derecho divino, que podía hacer de su familia lo que quisiera; que sí tenía una sobrina bonita, o sobrina nieta, sería para él solo sin dificultad, y que nadie podría acostarse con ella si él no quería.
Muerto el gigante, su hijo, que no era ni mucho menos tan fuerte ni tan alto como él, creyó, sin embargo, ser gigante, como su padre, por derecho divino. Pretendió hacer trabajar para él a todos los hombres y acostarse con todas las jóvenes. Su familia formó una coalición contra él, fue derrotado y se constituyó una república.
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