Lucrecia, hija del papa Alejandro VI, estaba de parto.
—¿Quién crees que es el padre de mi nieto? —preguntó el papa al príncipe Picco de la Mirandola.
En Roma no se sabía si el niño era del santo padre o de su hijo, el duque de Valentinois, o del marido de Lucrecia, Alfonso de Aragón, que pasaba por impotente.
—Yo creo que es vuestro yerno.
— Pero ¿no sabes que un impotente no puede hacerle un hijo a nadie? ¿Cómo puedes creer esa necedad?
—Yo la creo por la fe —dijo Picco—, pues la fe consiste en creer en las cosas porque son imposibles. Además, el honor de vuestra casa exige que el hijo de Lucrecia no pase por ser el fruto de un incesto. Vos me hicisteis creer misterios aún más incomprensibles. ¿No se me exige que esté convencido de que una serpiente habló y que desde entonces todos los hombres están malditos y de que las murallas de Jericó cayeron al son de las trompetas?
—Creo en todo eso como vos —manifestó el Papa—; me doy perfecta cuenta de que tan solo la fe puede salvarme, ya que no mis obras.
—¡Ah!, santo padre — declaró Picco—, vos no necesitáis ni de las obras ni de la fe. Eso es para los pobres profanos como nosotros, pero vos, que sois vice-Dios, podéis creer o hacer lo que os parezca. Tenéis las llaves del cielo y, sin duda, san Pedro no os dará con la puerta en las narices. Pero, por lo que a mí respecta, necesitaría de mayor protección que vos si me hubiera acostado con mi hija.
Alejandro VI tenía respuesta para todo:
—Hablemos seriamente: ¿qué mérito puede tener decirle a Dios que se está persuadido de cosas de las que, en realidad, no se puede estar persuadido? Decir que se cree en lo que no es posible creer es mentir.
Picco de la Mirandola se santiguó.
—¡Ah, Dios mío! —exclamó—, que vuestra santidad me perdone, pero vos no sois cristiano.
—A fe mía que no —dijo el Papa.
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