En la CSI de Lyon, en la SIE, tenemos la suerte de tener unos alumnos que son unos cracks. Bueno, mejor dicho (no es por nada, chicos), unas "alumnas". Porque, a ver, ¿qué es lo que pasa en los últimos años que siempre son las chicas las que lo ganan todo? ¡Muchachos, la "espabilina"! Está claro que el siglo XXI, como dicen, va a ser el siglo de las mujeres.
Que ya iba siendo hora, ¿no?
Bueno, pues ocurre que en el último concurso de la Consejería de Educación de España en París, el de todos los años, el "Dale voz a tu pluma", las ganadoras son... Sí, habéis acertado... ¡Las chicas! ¡Nuestras chicas!
Además de Aya Chouja, de Troisième, de la que ya hablamos en la entrada anterior de este blog. pues otra compañera de Seconde, Amaya Cabral, también ha quedado ganadora.
¡Campeones (ejem... -as), campeones (estoooo... -as)! Oe, oe, oe.
Y aquí quedan las fotos, para el recuerdo. Y el texto, para leerlo. ¡Que lo disfrutéis, hispanolioneses!
Las últimas palabras de Picasso. AMAYA CABRAL, Seconde. SIE de Lyon
Entrecierro mis ojos y consigo distinguir a una niña con el cabello corto sostener una paloma, cuya bata era blanca, sus plumas ensangrentadas…
La esbelta figura alzó sus brazos, y vi sus delgadas manos de las que el pájaro despegó en el aire con paso orgulloso y airoso, un ramo de flores en el pico.
Una solicitud a la esperanza.
La imagen de esa chica, mirando hacia arriba, sola, enfrentándose a lo que el mundo se había convertido me petrificó.
Me sentí aun más solo al darme cuenta de que esa tapa me apretaba cada vez más y me separaba de aquella realidad.
Un rayo de sol que se filtraba por una raja del ataúd, acarició mi piel, al abrir mis ojos, lo sentí calentar el interior de mi cuerpo, lo sentí fluir en mí, calentar el féretro.
Levanté la mortaja polvorosa y empujé la tapa de la caja que respondió con un crujido, me puse en pie, me estabilicé y espolvoreé mi traje tan arrugado como mis nudillos y articulaciones.
Miré a mi alrededor, el cementerio y su silencio habitual hizo que me estremeciera, sin saber por qué.
Introduje mi mano en mi bolsillo y noté el frescor del reloj de fuelle, le eché un ojo; la aguja más pequeña indicaba las ocho y la más grande apuntaba hacia el número nueve. Ya era de noche.
Vagué entre las tumbas hasta encontrar la de mi amigo Georges Braque.
Golpeé con la punta de mis zapatos con hebilla tres veces a intervalos diferentes: era
nuestra señal.
Sentí que el cenotafio se movía bajo mi pie; se abrió en seco. Mi amigo estiró sus miembros esqueléticos me tendió la mano y con las fuerzas que me quedaban lo puse en
pie.
Nos miramos a los ojos, y le pregunté: “¿Estás listo?”; me miró con cara de diversión. “¿Como que si estoy listo? Muchacho, llevo años esperando este momento, tienes que terminar lo que empezaste, yo te apoyo. Pero, eso sí, únicamente si me das un cigarrillo
ahora mismo.”
Saqué mi pitillera y nos pusimos en marcha al compás de la tos seca del anciano.
Era nuestro último viaje, al llegar, la fachada estaba compuesta por dos columnas de cristal con inscripciones laterales que reflejaban las luces de la noche.
Georges fue el primero en colarse.
Dimos algunos pasos y nos embriagó la blancura de estos muros y pinturas bajo el
luminoso halo del cielo nocturno.
Aquí en una época brillaba un día límpido, aquí fluía la hora apacible, y a lo lejos, yacían
los techos tan altos como los cielos.
Cada paso nos alejaba cada vez más de lo que éramos o, por si decir, de lo que nos
quedaba.
Y ahí estaba, el único vestigio de mi existencia. Sobre este lienzo se pasaron miles y miles de pinceladas, con tanta delicadeza, con tanta destreza, que entre estas obras permaneció en vida a pesar de los años.
Bajo mis ojos nublados, aquí estaba, el vacío que me miraba fijamente, en ella, todo mi
dolor, mi sufrimiento, es el teatro trágico de una injusticia de una deshumanización
absoluta.
Los hombres, mujeres y niños tenían el mismo tesoro; la chispa de esperanza en sus ojos
que les hacía seguir adelante.
Los gritos resuenan en mi interior, las sombras fluidas y fantasmales que huyen.
El 26 de abril paralizado, capturado en un instante. Pinté para la huida; el grito del caballo y porque somos una tribu, nadie ha huido del cuadro, por eso es blanco y negro.
Una niña arrasada, un niño sin identidad, una utopía desvanecida.
Nadie huye de la realidad del mundo, del teatro del mundo, y mucho menos nosotros, los
creadores.
En este cuadro, las huellas del tiempo pasado permiten asentar la gran curiosidad de los
espectadores, la mayoría, indiferentes a la realidad de la que somos víctimas.
Georges que estaba detrás de mí todo este tiempo, me tendió un papel adhesivo y un
rotulador. De una mano temblorosa depósito estas cuatro palabras: “Intemporalis Theatrum mundi. Picasso.”
Me acerco a la creación y pego el papel en cuestión, encima de su nombre original.
Me alejo para admirar una última vez estas formas geométricas expresivas, sin perspectiva.
Y aquí permanecerá mi obra en silencio, denunciadora, con todo su ardor hasta que una respuesta se haga un hueco…