martes, 12 de enero de 2021

"Camelania espeluficia", de Juan Pérez de Zúñiga

 Entre las poesías raras de la lengua española, esta se lleva la palma. Se trata de un poema en el que hay ritmo poético, pero las palabras no significan nada. Recuerda algunos experimentos lingüísticos del argentino Julio Cortázar, autor de la inmortal Rayuela e inventor del gíglico. un lenguaje en galimatías.

 Y ahora a plantearse cuestiones de morfología: ¿qué categoría tiene "pandurga"?, ¿cómo se conjuga "rememurciar"?, ¿qué estructura es "que encalambrija"?...

El autor de esta distracción, "Camelania espeluficia", puro gongorismo, es Juan Pèrez de Zúñiga (Madrid,1860-1938). Fue también el creador de la pintoresca "Serenata" que así comienza:

"Ahora que los ladros perran- ahora que los cantos gallan- ahora que albando la toca- las altas suenas campanan y que los rebuznos burran y que los jorjéos pájaran- y que los sílbidos suenan- y que los gruños marranan- y que la aurorada rosa- los extensos doras campa perlando líquidas viertas- cual yo lágrimas derraman- yo, friando de tirito- vengo a suspirar mis lanzos- ventano de tus debajas."

 Y hablando de cosas pintorescas, Francisco de Quevedo, que era gran enemigo del culteranismo de Góngora, le dedicó estos sonetos satíricos:

De Francisco de Quevedo y Villegas:

A Góngora

    ¿Qué captas, noturnal, en tus canciones,
Góngora bobo, con crepusculallas,
si cuando anhelas más garcivolallas,
las reptilizas más y subterpones?

Microcósmote Dios de inquiridiones,
y quieres te investiguen por medallas
como priscos, estigmas o antiguallas,
por desitinerar vates tirones.

Tu forasteridad es tan eximia,
que te ha de detractar el que te rumia,
pues ructas viscerable cacoquimia,

farmacofolorando como numia,
si estomacabundancia das tan nimia,
metamorfoseando el arcadumia.

 

Yo te untaré mis obras con tocino
porque no me las muerdas, Gongorilla,
perro de los ingenios de Castilla,
docto en pullas, cual mozo de camino;

apenas hombre, sacerdote indino,
que aprendiste sin cristus la cartilla;
chocarrero de Córdoba y Sevilla,
y en la Corte bufón a lo divino.

¿Por qué censuras tú la lengua griega
siendo sólo rabí de la judía,
cosa que tu nariz aun no lo niega?

No escribas versos más, por vida mía;
aunque aquesto de escribas se te pega,
por tener de sayón la rebeldía.

 

 Este cíclope, no siciliano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
esta antípoda faz, cuyo hemisferio
zona divide en término italiano;

este círculo vivo en todo plano;
este que, siendo solamente cero,
le multiplica y parte por entero
todo buen abaquista veneciano;

el minoculo sí, mas ciego vulto;
el resquicio barbado de melenas;
esta cima del vicio y del insulto;

éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo, en Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas.

 

 Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.

Era un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.

Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce Tribus de narices era.

Érase un naricísimo infinito,
muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito.

 

Vuestros coplones, cordobés sonado,
sátira de mis prendas y despojos,
en diversos legajos y manojos,
mis servidores me lo han mostrado.

Buenos deben de ser pues han pasado
por tantas manos y por tantos ojos,
aunque mucho me admira en mis enojos
de que cosa tan sucia hayan limpiado.

No los tomé porque temí cortarme
por lo sucio, muy más que por lo agudo;
ni los quise leer por no ensuciarme.

Y así, ya no me espanta el ver que pudo
entrar en mis mojones a inquietarme
un papel de limpieza tan desnudo.

 

 A don Francisco de Quevedo (atribuido)

Cierto poeta, en forma peregrina
cuanto devota, se metió a romero,
con quien pudiera bien todo barbero
lavar la más llagada disciplina.

Era su benditísima esclavina,
en cuanto suya, de un hermoso cuero,
su báculo timón del más zorrero
bajel, que desde el Faro de Cecina

a Brindis, sin hacer agua, navega.
Este sin landre claudicante Roque,
de una venera justamente vano,

que en oro engasta, santa insignia,
aloque, a San Trago camina, donde llega:
que tanto anda el cojo como el sano.

 

 Tantos años y tantos todo el día;
menos hombre, más Dios, Góngora hermano.
No altar, garito sí; poco cristiano,
mucho tahúr; no clérigo, sí arpía.

Alzar, no a Dios, ¡extraña clerecía!,
misal apenas, naipe cotidiano;
sacar lengua y barato, viejo y vano,
son sus misas, no templo y sacristía.

Los que huelen tu musa y sus emplastos
cuando en canas y arrugas te amortajas,
tal epitafio dan a tu locura:

«Yace aquí el capellán del rey de bastos,
que en Córdoba nació, murió en Barajas
y en las Pintas le dieron sepultura.»

 El culteranismo, mal que le pesase a Quevedo, trascendió y tuvo seguidores, incluso allende nuestras fronteras. Por ejemplo, en Perú, lo imitaron Juan de Espinosa y Medrano y Ramón Dolores Pérez (1868-1956).

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