“Siempre recordaré (fue el día que celebré mi primera misa) que durante el desayuno me dijo al oído que entre Dios y el Demonio no existía más que un “malentendido”. Si me hubiese dado un puñetazo en pleno rostro no me habría trastornado tanto. Sin saber qué hacía, me levanté de la mesa y me encerré en mi cuarto, ante la estupefacción de los convidados, que no habían oído las palabras sacrílegas. El señor me envió inmediatamente un billete escrito a lápiz: “El chocolate se enfría”. Era una orden. En vez de obedecerla contesté con un largo protocolo diciendo que cuando el impío Voltaire estudiaba con los jesuitas ponía pedazos de hielo en las pilas de agua bendita, a fin de que los religiosos encendieran las chimeneas, que permanecían apagadas hasta que el agua de aquellas se helara; que a mí no me importo que el chocolate e enfriara, pero que me horrorizaban sus palabras, más frías que el hielo, y que no volvería a la mesa salvo en el caso de que el señor, contritamente, pidiera perdón a Dios del despropósito que había pronunciado. Han transcurrido muchos años y todavía ignoro si mis palabras eran dictadas por la virtud o por la arrogancia. Yo no había hecho el sacrificio de mi juventud llena de tentaciones por un “malentendido”.
LORENZO VILLALONGA, Béarn o la sala de las muñecas, pp. 162-163. Aguilar. Madrid. 1988.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Envía tus comentarios