Encontré hace mucho tiempo en la poesía una voz nueva que me permitía hablar sin hacer ruido, pero con garra. Y si eso me ocurrió fue porque, anteriormente, muchos habían sido los afortunados que habían encontrado en los versos su mejor forma de queja, voz y palabra, como es el caso de Miguel Hernández. Él, que incluyó en su poesía el amor y la justicia, que hizo de su vida verso. Al fin y al cabo la poesía es eso, ¿no? Hacer la vida verso, belleza, historia digna de ser contada.
Bien es cierto que su vida no tuvo comienzos fáciles, pero tampoco esto fue eludido en su producción, y es lo que presento aquí: Las desiertas abarcas. Nos encontramos ante un poema publicado por primera vez el doce de enero de mil novecientos treinta y siete que, sin ser una de sus mejores composiciones, cuenta una historia en círculo, la tristeza repetida cada año el 6 de enero, en el que su humilde calzado cabrero amanecía igual a cómo lo había dejado la noche anterior, es decir, vacío, sin acompañamiento de regalos; unas abarcas rotas que contrastan con el calzado de la gente adinerada. Además, nos permite conocer a un hombre que siempre conoció el frío, la pobreza y la pena; un hombre que de manera solidaria anhelaba la felicidad universal.
Las desiertas abarcas.
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